"El objetivo de la educación es la virtud y el deseo de convertirse en un buen ciudadano" - Platón

Para educar en valores el profesorado ha de ser capaz de favorecer en sus alumnos el discernimiento moral y el análisis de sus propias creencias. También supone desarrollar en ellos una educación cívica y multicultural que respete las diferencias sociales, políticas, morales y religiosas. Y no solo como un modelo teórico de vida, sino también para aplicarlo al día a día del centro.

Educar en valores tiene como objetivo favorecer el discernimiento moral de los alumnos y ayudarles a analizar de forma racional sus propias creencias y simpatías políticas. También supone desarrollar una educación cívica y multicultural que respete las diferencias sociales, políticas, morales y religiosas.

Sin embargo, el papel de los docentes para educar en valores resulta muy complejo sin el apoyo de una sociedad responsable. Con frecuencia, la educación se ha convertido en un tema público de enfrentamiento en vez de un lugar para el consenso. Los adultos deberíamos reflexionar sobre el hecho de que palabras como esfuerzo o ciudadanía se hayan llenado de connotaciones políticas, cuando tendrían que responder a un discurso claro para nuestros jóvenes y la sociedad en su conjunto, coincidente en lo básico y respetuoso en lo diferente. No podemos pretender que los jóvenes tengan claro lo que quiere decir educar para la ciudadanía si nosotros somos los primeros que no nos ponemos de acuerdo.

Capítulo aparte merece la diferencia entre las grandes palabras como justicia, solidaridad, respeto hacia el otro, libertad, derechos del hombre y del niño o igualdad de género, que supuestamente se defienden, y la realidad que permitimos, que frecuentemente es muy distinta. Una sociedad competitiva, individualista, violenta y desigual no puede pedir que la escuela asuma la responsabilidad de promover valores entre los alumnos.
Sin embargo, también podemos ver la educación en valores desde un prisma completamente opuesto. No tenemos un modelo de persona ideal, porque nuestro mundo es más plural y libre que nunca, y sí contamos con la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, que, a pesar de todas las contradicciones entre los buenos deseos y la realidad, ha tenido la fuerza de orientar la ética individual y colectiva del mundo entero hacia la igualdad, la paz, la libertad, la salud, el respeto a la diferencia, la protección de la infancia o el derecho al trabajo.


Dicho esto, una apuesta por defender y trabajar valores en el contexto escolar no es solo de una apuesta por un futuro mejor, sino también por un presente más digno. No basta con suscribir unos principios éticos, hay que adoptar hacia ellos un enfoque didáctico, que no ponga en evidencia la propia incongruencia de nuestro discurso: No se puede sostener que una sociedad es capaz de prevenir la violencia o la exclusión, si la tolera en el recinto escolar.

La tarea no es fácil, pero será imposible si empezamos por mirar hacia otro lado y culpabilizar a niños y adolescentes, o al sistema.

Es función de los docentes y padres, sobre todo, contribuir a que los alumnos comprendan que actuar más allá de la violencia o la exclusión es posible, aunque muchos interpreten las buenas palabras como fruto de un idealismo atontado, o una palabrería políticamente correcta.

Son precisamente los alumnos y los padres que menos lo comprenden los que más pueden percibir la escuela en sí como un acto de violencia, porque, no nos engañemos, pretender que la institución escolar no es, de algún modo, violenta en sí misma, es simplemente una falacia.

Todos los alumnos, pero más todavía aquellos en riesgo de exclusión, sufren unas reglas impuestas desde arriba: se sientan en las aulas durante horas interminables, tremendamente presionados por horarios, materias, normas, opiniones sobre su inteligencia y comportamiento, exámenes y otros condicionantes, y sin expectativas de éxito, sin tener la libertad de marcharse, ni la posibilidad de que los adultos pueden echarles. Unos y otros es fácil que se coloquen a la defensiva, cuando quizás escuchar, encontrar el diálogo y ofrecer opciones es posible.

Nuestra prioridad como docentes ha de ser, en la medida de lo posible, crear entornos seguros, porque este es el único punto de partida para luchar contra discriminaciones y prejuicios, y lograr la adhesión del alumnado.
La cortesía y la educación han de ser la base de todas las demás virtudes y el pilar de la convivencia en el aula, el patio y en los pasillos; eso y la tenacidad de no dejar actos impunes. Una apuesta manifiesta por el civismo ha de ponerse al servicio de luchar contra los prejuicios y las discriminaciones de género, étnicas y sociales, no únicamente para inculcar un modelo de vida, sino también para aplicarlo al día a día del centro. La educación es el único camino para que nuestro cerebro, que ha sido programado en primer lugar para sobrevivir, acepte compartir, respetar, escuchar, comprometer, ceder, y garantizar entornos evolucionados y tolerantes, que acepten la diferencia, como medio para el bienestar y el progreso.

Pero hemos de ir más allá y conseguir comprometer a los alumnos, porque eso supondrá sacar lo mejor de ellos, y para eso hay que darles una voz que les permita construir unas normas de convivencia. Esto es imposible sin darles opciones de participar en la creación de estas reglas, fomentando el diálogo y reconociendo la incertidumbre de los tiempos, sin dogmatismos. Eso significa darles la posibilidad de mandar, al menos en algunos aspectos, y experimentar en si mismos lo que supone ser coherente asumiendo las propias decisiones.

Otra manera de comprometer a los alumnos es animarles a realicen actividades voluntarias que contribuyan a paliar las necesidades sociales de su entorno y les den la oportunidad de realizar un servicio por la comunidad.

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